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viernes, 11 de julio de 2014

La primera Constitución española: El Estatuto de Bayona



Ignacio Fernández Sarasola1





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Génesis histórica del Estatuto de Bayona

Durante la Guerra de la Independencia, Napoleón se mostró a España como el regenerador de la política nacional y el salvador que habría de acabar con los vestigios del Antiguo Régimen. Tras las «renuncias de Bayona» Napoleón decidió convocar en Bayona una Junta de notables con la finalidad de que ratificaran su decisión de elevar al Trono de España a su hermano José Bonaparte. Sin embargo, Murat convenció a Napoleón de que la Junta participase en la elaboración de un texto constitucional de debía regir España para sujetarla mejor al Corso. La convocatoria de la que habría de denominarse Junta de Bayona se publicó en la Gaceta de Madrid de 24 de mayo de 1808; en ella, se fijaba su composición estamental, y se establecía que los diputados quedarían vinculados por el mandato imperativo que les impusiesen las provincias. Sin embargo, los intentos de Napoleón de rodearse de las élites intelectuales españolas sólo surtió un efecto parcial: si bien algunos relevantes pensadores y estadistas como Cabarrús se adscribieron a la causa francesa, las mentes más preclaras de los albores del XIX (desde Jovellanos hasta los jóvenes liberales, como Toreno, Argüelles o Blanco White) no siguieron la causa francesa ni apoyaron al gobierno afrancesado, con lo que la Junta de Bayona quedó reducida a una pobre reunión de menos de un centenar de individuos (75 en la primera sesión y 91 en la última), en su mayoría procedentes de la nobleza y de la burocracia borbónica, que no podían constituirse en auténtica representación nacional.
Antes de que se verificase la primera sesión de la Junta de Bayona, Napoleón ya había comenzado a diseñar el proyecto constitucional que sometería a su examen, aunque en realidad este proyecto parece haber nacido de la pluma de Maret2. El primer proyecto seguía muy de cerca el modelo constitucional napoleónico, estando en realidad más próximo a textos como la Constitución de Westfalia o la de Nápoles, que a la realidad política española. Algo perfectamente lógico, ya que en esos momentos Napoleón carecía de datos sobre las instituciones españolas, que apenas conocía a través de un escrito anónimo que se refería a la organización política de Navarra, definiéndola como una «constitución mixta».
Sin embargo, y a pesar de este alejamiento de la realidad española, ya en el primer proyecto resultó evidente que Napoleón pretendía obtener un cierto grado de consenso en torno a la nueva Constitución. De hecho, solicitó al embajador Laforest que seleccionase a los más sobresalientes miembros de la Junta y del Consejo de Castilla para que examinasen el proyecto, vertiendo las observaciones oportunas. Los trece miembros encargados de tal menester (tres ministros, ocho vocales de consejos, un corregidor y un capitán general) realizaron unas observaciones de escaso valor, que sólo sirvieron para irritar los ánimos del Emperador ante la falta de preparación de sus colaboradores. Así pues, decidió someter el proyecto a nuevas observaciones, esta vez procedentes de algunos de los miembros de la Junta de Bayona, que ya comenzaban a llegar a la villa francesa; en concreto, se presentó al examen del ministro de hacienda (Azanza), el ex-ministro Urquijo, los Consejeros de Castilla y el Consejero de Inquisición Raimundo Ettenhard y Salinas. Las observaciones de todos ellos se dirigían a buscar una mayor filiación española del documento, especialmente por lo que se refería a las facultades de los Consejos nacionales. Napoleón tuvo en cuenta estas anotaciones, elaborando un nuevo proyecto de forma muy precipitada, eliminando los puntos de disidencia sin armonizar el texto. Por tal motivo, a mediados de junio de 1808, apremiado por el inminente comienzo de las deliberaciones de la Junta de Bayona, el Emperador tuvo que redactar un tercer y definitivo proyecto más coherente, que fue el que definitivamente sometió al parecer de los diputados.
La Junta de Bayona comenzó sus sesiones el 15 de junio de 1808 y las cerró el 7 de julio de ese mismo año3. Apenas unos días de trabajo en los que se trataron de introducir algunas enmiendas al texto que Napoleón sólo aceptó en cuanto no cuestionasen el carácter autoritario que encerraba el proyecto constitucional. En una atinada mirada a la Junta de Bayona, el Conde de Toreno (uno de los más reputados liberales, adscrito al bando opositor a Napoleón) señalaba que los miembros de la Asamblea habían obrado sin libertad, deliberando sobre puntos incidentales, y careciendo en todo caso sus observaciones de valor decisivo4.
El Estatuto de Bayona aprobado se publicó en la Gaceta de Madrid, en esos momentos bajo el dominio de los franceses y utilizada por el afrancesado Marchena como vehículo de arenga a favor de José I. Sin embargo, el Estatuto sólo tuvo una vigencia muy limitada, puesto que las derrotas militares, especialmente la de Bailén, impidieron la vigencia efectiva del texto. Por otra parte, el propio Artículo 143 del texto expresaba que la Constitución entraría en vigor gradualmente a través de decretos o edictos del Rey, de modo que el texto requería para su eficacia de una intermediación normativa del Monarca que no llegó a verificarse.
Ello no obstante, hay que señalar al menos dos momentos en los que el texto se invocó como Derecho vigente. Por una parte, adquirió eficacia jurídica con ocasión de la toma de posesión del cargo de los Consejeros de Estado, el 3 de mayo de 1809, al requerírseles jurar la observancia de la Constitución; por otra, desplegó una «eficacia política» en manos del propio Monarca, José I, que en ocasiones apeló a la vigencia de la Constitución de Bayona para reclamar su legítimo derecho a gobernar frente a las continuas intrusiones de los mandos militares de Napoleón en la política española.
Sin embargo, incluso esta eficacia «política» fue incidental; de hecho ni el propio José Bonaparte estaba convencido de que la Constitución de Bayona pudiese aplicarse. Así, rechazó constituir el Senado, órgano encargado de velar por la Constitución, porque entendía que sería prematuro reunirlo cuando la Constitución no podía tener vigencia (y mucho menos eficacia directa) en la situación excepcional de contienda militar. Por este motivo, José I trató infructuosamente de dirigir un proceso constituyente (que sustituyese al llevado a cabo en Bayona, monopolizado por su hermano, lo que vinculaba el Estatuto a la voluntad del Emperador), convocando unas Cortes que diseñasen una Constitución que habría de sustituir al texto de Bayona.



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Naturaleza de la Constitución de Bayona

La Constitución de Bayona encabeza su preámbulo declarándose como expresión de un pacto entre el Rey y sus pueblos. Tal circunstancia parece contradecir la visión que se tiene del Estatuto de Bayona como una «Carta otorgada», pero la contradicción es sólo aparente, y más fruto de la ambivalencia que se pretendió dar al texto que de la verdadera voluntad constituyente de Napoleón.
En realidad, la Constitución de Bayona es una auténtica Carta Otorgada, expresión de la sola voluntad del Emperador, aunque los partícipes en la elaboración definitiva del texto no opinaron siempre de igual modo, y todo ello merced a una diversa interpretación de las «renuncias de Bayona». En efecto, Napoleón no podía legitimar constitucionalmente su dominio sobre España (como sucedía en Francia), y tampoco tenía interés táctico en hacer valer sus derechos de conquista. Por consiguiente, optaba por defender su soberanía a partir de las «renuncias de Bayona», que para él significaban una cesión absoluta e incondicional del poder soberano. Sin embargo, entre los partidarios de Napoleón también existió una interpretación distinta: las «renuncias de Bayona» habían supuesto el final de la dinastía borbónica, de modo que el pueblo habría recobrado la soberanía «radical» o «potencial» (conforme las teorías neoescolásticas). Ello significaba reconocer dos soberanos, el Emperador (soberano «actual») y el pueblo (soberano «potencial»), que tenían que suscribir entre sí un nuevo pacto político. Éste se plasmaría en una Constitución «formal» y escrita que en todo caso debía respetar la Constitución «histórica», es decir, el entramado de relaciones socio-políticas que se había formado a lo largo de los siglos de historia española.
La postura de la soberanía compartida (y, en consecuencia, del carácter pactado del Estatuto de Bayona) la esgrimieron tanto la Junta Suprema de Gobierno (órgano provisional que debía suplir al Rey en su ausencia, y que no debe confundirse con la Junta Suprema formada por los patriotas para organizar el gobierno de la nación y la resistencia contra los franceses), e incluso algunos diputados de la propia Junta de Bayona, como su Presidente (Azanza), o los diputados Angulo y Francisco Antonio Cea5. Para todos ellos Napoleón habría convocado la Junta de Bayona en calidad de representación nacional, a fin de celebrar un nuevo pacto con el Reino; pacto que quedaría rubricado con el juramento constitucional que hiciese el Emperador.
Sin embargo, la tesis de la soberanía compartida tuvo un carácter excepcional entre los afrancesados. Prácticamente todos ellos coincidieron con la idea napoleónica de soberanía regia, y fueron conscientes de que su participación en la Junta de Bayona no era más que una concesión graciosa del Emperador que en ningún caso le vinculaba. Bajo esta perspectiva, el único problema residía en que José Bonaparte ya se había proclamado Rey de España, en tanto que el proyecto constitucional aparecía derivado de la voluntad de Napoleón. La solución jurídica más acertada se debió al diputado Novella, quien consideraba que Napoleón había transferido la soberanía a su hermano, a excepción del poder de elaboración constitucional, que se habría reservado para sí Napoleón6. En todo caso, la incoherencia teórica se solucionó finalmente en la práctica haciendo que fuese el nombre de José I, y no el Napoleón, el que encabezase el Estatuto de Bayona, por más que José Bonaparte no hubiese participado para nada en la elaboración del texto.



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El modelo constitucional napoleónico y la «nacionalización» del Estatuto de Bayona

El Estatuto de Bayona se sustenta sobre los pilares del constitucionalismo napoleónico, si bien dando cabida a determinadas notas «nacionales» que Napoleón incorporó al texto a solicitud de los miembros de la Junta de Bayona. Tal circunstancia demuestra el pragmatismo del Corso, quien compatibilizaba su ideario constitucional con la admisión de elementos característicos del territorio dominado. De hecho, en algún caso incluso se anticipó a las propuestas de los españoles, como en el caso del reconocimiento de la confesionalidad del Estado, que ya aparecía establecida en su primer proyecto constitucional.
El modelo constitucional al que más se aproximaba el Estatuto de Bayona era el de la Constitución del año VIII (13 de diciembre de 1799), según resultó modificada por Senado-Consulto del año XII (18 de mayo de 1804). Este último enmendaba el texto de 1799 en un sentido más autoritario, instaurando un Imperio hereditario como respuesta a las crisis externas (inicio de las hostilidades con Inglaterra) e internas (agitación realista). La deuda del Estatuto de Bayona respecto de la Constitución del año VIII según su reforma del año XII es evidente en múltiples aspectos: así, en el orden hereditario en la figura de Napoleón y sus hermanos, con la expresa instauración de la Ley Sálica; en igual medida, se refleja en los órganos del Estado, comenzando con el propio Monarca, que en ambos casos aparecía investido con un amplio poder que resaltaba frente a las débiles competencias de la Asamblea. En este sentido, el Estatuto asumió la idea napoleónica de que las decisiones políticas correspondían al Jefe del Estado, de modo que el resto de órganos estatales (Cortes, Consejo de Estado, ministros y Senado) aparecían como meros consejos de apoyo del Rey.
La adscripción al modelo napoleónico resultó levemente modulada por la intervención de la Junta de Bayona cuyas observaciones fueron parcialmente atendidas por Napoleón a fin de dar al texto definitivo un sesgo más acorde con las instituciones españolas y con las pretensiones de sus élites intelectuales afrancesadas. Según ya se ha señalado, la convocatoria de la Junta de Bayona apenas logró reunir a un grupo poco significativo de personalidades, si bien autores como Jovellanos o Blanco White consideraban que entre los partidarios de la causa francesa no faltaban grandes hombres de Estado7.
Gran parte de estos «afrancesados» habían integrado el grupo del Despotismo Ilustrado durante el reinado de Carlos III, formándose a partir de las teorías del iusnaturalismo racionalista (especialmente de Wolff, Pufendorf, Domat, Heineccio y Burlamaqui) y de las teorías económicas de la fisiocracia (de Mirabeau a Quesnay, Mercier de la Rivière y Turgot). Defraudados ante la política de Carlos IV y su todopoderoso valido, Godoy, habían visto en Napoleón y su hermano José I los reformadores capaces de racionalizar y modernizar la Administración Pública española. El ideal de estos intelectuales (entre los que se hallaban políticos como Cabarrús, economistas como Vicente Alcalá Galiano y penalistas como Manuel de Lardizábal y Uribe) estribaba en una Monarquía fuerte, asistida por Consejos, y que llevase a cabo una actividad de fomento, de modo que no es de extrañar su adscripción a la oferta regeneradora de Napoleón.
Sin embargo, y frente a lo que habitualmente se considera, entre los «afrancesados» había otras tendencias distintas a las del Despotismo Ilustrado. En la Junta de Bayona concurrieron partidarios del absolutismo teocrático, como Andurriaga, realistas defensores del equilibrio constitucional a imitación del sistema británico, como Luis Marcelino Pereyra, y, en fin, liberales, como el Abate Marchena, famoso por sus ataques a las Cortes de Cádiz. Todas estas tendencias políticas se consideraban amparadas por la polivalente figura de Napoleón: los absolutistas teocráticos, consideraban que Napoleón era el legítimo Rey de España a raíz de las «Renuncias de Bayona»; los realistas, partían de una idea de soberanía compartida que percibían en la convocatoria de la Junta de Bayona; y, en fin, los liberales, veían en Bonaparte el último rellano de la Revolución Francesa en cuya cultura política se habían formado.
Los diputados realistas fueron quienes mostraron más empeño en que el Estatuto de Bayona tuviese un carácter menos autoritario de lo que pretendía Napoleón. A ellos se debió la propuesta de que las Cortes tuvieran funciones propias de una asamblea legislativa, más que de un mero consejo del Rey; y a ellos se debió también el intento de que los ministros asumieran una mayor responsabilidad ante el Parlamento y los tribunales, así como la pretensión de instaurar una Alta Corte de Justicia que enjuiciase los grandes delitos cometidos por los funcionarios públicos. Con ello, los realistas afrancesados trataban que el Estatuto de Bayona afianzase una balanced constitution semejante a la inglesa, en que el Monarca tuviese un poder equilibrado con el Parlamento. Alguna de estas aspiraciones llegaron a convertirse en realidad, pero en todo caso Napoleón rechazó cualquier intento de reforma que supusiese una merma material de sus funciones constitucionales.



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El Monarca como centro del sistema constitucional

No cabe duda alguna que el Estatuto contenía finalmente un sistema autoritario, en el que el Rey aparecía como el auténtico director de la política estatal. La propia naturaleza otorgada del Estatuto determinaba esta circunstancia; con la Constitución el Rey se autolimitaba, de modo que quedaba vinculado negativamente al texto. En definitiva, las facultades del Rey no eran las que el texto determinase expresamente, sino todas aquellas que no hubiesen sido objeto de renuncia explícita. Tal circunstancia explica por qué el Estatuto de Bayona carece de un título específico dedicado a regular las facultades del Monarca.
Ello no obstante, a lo largo del texto constitucional se mencionan de manera dispersa algunas potestades del Rey, entremezcladas en la definición de las facultades de otros órganos, en las que el Jefe del Estado acababa participando directamente. El Rey aparecía investido de una extensa potestad normativa, que no sólo comprendía la facultad de dictar reglamentos, sino que acababa convirtiéndolo incluso en auténtico titular de la facultad legiferante. Así, al Monarca le correspondía la iniciativa y sanción de unas leyes de las que expresamente decía el Estatuto que eran «decretos del Rey». Por otra parte, gozaba de la potestad unilateral (con el único requisito de la consulta al Consejo de Estado) de dictar normas con rango de ley en los recesos de las Cortes. Finalmente, le correspondía el desarrollo normativo de la Constitución, que sólo entraría en vigor a partir de decretos y edictos del Rey.
Los diputados de la Junta de Bayona fueron conscientes de la magnitud de este poder, y al menos trataron que no se extendiera más allá de los límites constitucionales. Por este motivo lograron que se insertara en el texto la obligación regia de jurar respeto a la Constitución. Sin embargo, estos mismos diputados sabían que este límite era más ficticio que real, pues siendo el Estatuto de Bayona norma emanada del propio Rey, acababa siendo disponible a su voluntad. De hecho, el propio poder de reforma constitucional quedaba en manos del Rey, ya que las Cortes sólo intervenían en el proceso de enmienda con carácter «deliberativo».
A fin de ejercer sus competencias constitucionales el Rey se apoyaba en Secretarios del Despacho, concebidos como meros agentes ejecutivos sujetos a una estricta responsabilidad por el cumplimiento de las leyes y de las órdenes del Rey. Algunos diputados de la Junta de Bayona (como Fernán-Núñez, Arribas, Gómez Hermosilla y Ettenhar) se preocuparon especialmente de impedir que, frente a lo estipulado en el proyecto constitucional, pudieran reunirse varias carteras ministeriales en unas mismas manos8. La amarga experiencia vivida con Godoy, que durante el gobierno de Carlos IV se convirtió en el auténtico director de la política estatal, había determinado el temor hacia el que entonces se denominó «despotismo ministerial». Reunir varias carteras en unas mismas manos suponía una inadmisible concentración de poder que arriesgaba a perpetuar los excesos del régimen anterior. Curiosamente, muchos de los afrancesados de la Junta de Bayona prestaron más atención a la división de ministerios que a la separación de poderes entre los órganos del Estado; aquélla, más que ésta, les parecía la salvaguardia de las libertades y del bienestar de la Nación. Finalmente Napoleón corrigió el texto a fin de acoger estas observaciones, de modo que en el texto final sólo se admitía la reunión de las carteras de negocios eclesiásticos con la de justicia, y la de policía general con la de interior; algo perfectamente lógico por la cercanía de los asuntos que se trataban en los mencionados ministerios y que se correspondía perfectamente con la organización por secciones del Consejo de Estado.
El Estatuto de Bayona no recogía expresamente la figura del Gobierno, de modo que los ministros se consideraban autónomos en sus funciones, hasta el punto de rechazarse expresamente la figura del Jefe del Gobierno al indicar en su Artículo 30 que no habría ninguna preferencia entre los ministros. Sin embargo, durante el breve período en que duró el gobierno de José I la práctica alteró esta regulación constitucional. A ello contribuyó la dependencia de José I respecto de sus ministros, más conocedores que el Monarca de la situación nacional. Así, las gestiones ministeriales para acabar con la Guerra de la Independencia pusieron en entredicho el papel «pasivo» y meramente «ejecutor» que les asignaba el texto constitucional.
Precisamente por esta circunstancia, los ministros tuvieron la necesidad de reunirse en órganos colegiados, y la práctica acabó por determinar la aparición de los «Consejos de Ministros» y los «Consejos Privados», a los que después se refirió expresamente el Decreto de 6 de febrero de 1809. Los Consejos Privados, que comenzaron a reunirse al menos desde el 26 de julio de 1808 (fecha de su primer Acta), comprendían tanto a los ministros como a otros cargos cuya presencia requiriese el Monarca, y se ocupaba de cuestiones de administración general y financieras. El Consejo de Ministros, sin embargo, era un órgano colegiado que reunía exclusivamente a los Secretarios del Despacho y, a diferencia del Consejo Privado, contó con una regulación específica. En abril de 1811, José I tuvo que ausentarse del Reino para reunirse con Napoleón, de modo que dictó un decreto regulando el funcionamiento del Consejo de Ministros que habría de gobernar en su ausencia, designando como presidente a Azanza, Ministro Interino de Negocios Extranjeros.
Sin embargo, la falta de un mayor desarrollo normativo y práctico de estos órganos colegiados se debe, en buena parte, a su posible solapamiento con un órgano típicamente napoleónico: el Consejo de Estado. La confusión de funciones entre ambos órganos, que también se apreció en las Cortes de Cádiz (cuya constitución preveía también la existencia de un Consejo de Estado, aunque de distinta factura), era la lógica consecuencia de interpretar que los Secretarios del Despacho no eran auténticos ministros, sino órganos de apoyo del Rey. Así las cosas, no era aventurado pensar que el Monarca consultase decisiones con estos funcionarios, relegando o duplicando las tareas propias de su cuerpo consultivo nato, el Consejo de Estado.



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La defensa de las libertades: Senado, Cortes y Alta Corte Real

A pesar de su carácter autoritario, el Estatuto de Bayona reconocía una serie de libertades dispersas por su articulado, entre las que destacan la libertad de imprenta, la libertad personal, la igualdad (de fueros, contributiva y la supresión de privilegios), la inviolabilidad del domicilio y la promoción funcionarial conforme a los principios de mérito y capacidad. Este reconocimiento de libertades satisfacía a los integrantes de la Junta de Bayona, y daba al texto español un talante más liberal que otros documentos napoleónicos, como los de Westfalia y Nápoles.
De estas libertades, el Estatuto prestaba especial atención a la libertad personal y a la libertad de imprenta, estableciendo una garantía orgánica a través del Senado. Este órgano, que no encontraría reflejo en posteriores constituciones españolas, no constituía en absoluto un órgano legislativo, como observó muy bien en su día el mismo Conde de Toreno9. Integrado en su mayoría por miembros de elección regia, sus cometidos, basados en las teorías del Sieyès posterior a la Revolución Francesa, consistían en la tutela constitucional. En concreto, asumía funciones que incidían tanto sobre la validez constitucional (anulación de las operaciones inconstitucionales de las juntas de elección), como sobre su eficacia (suspensión de la eficacia constitucional), aunque ambos cometidos requerían del concurso del Monarca. Así pues, el Senado acababa convirtiéndose también en un órgano consultivo del Rey.
Sin embargo, entre las funciones más relevantes de este órgano destaca la tutela de las libertades personal y de imprenta, para cuyo fin se estructuraba en dos Juntas (Junta Senatoria de Libertad Individual y Junta Senatoria de Libertad de Imprenta), si bien la segunda retrasaría sus funciones al menos hasta 1815, momento en que, según el propio Estatuto, debía regularse legalmente la libertad de imprenta. En principio, la previsión constitucional de las Juntas era del agrado de los afrancesados, aunque Manuel de Lardizábal, reputado penalista, introdujo algunas observaciones sobre los plazos procesales que finalmente no se recogieron.
Las tareas fiscalizadoras del Senado alcanzaban a los ministros, principales obstáculos de las libertades mencionadas, puesto que siempre parecía previsible que estos funcionarios fuesen los encargados de ordenar la censura y las detenciones arbitrarias. En este punto, el Estatuto pretendía ser una salvaguardia contra el «despotismo ministerial» que tanto temían los integrantes de la Junta de Bayona. Sin embargo, el papel «consultivo» del Senado también quedaba manifiesto en esta labor fiscalizadora, puesto que, de no revocar el ministro requerido el acto contrario al «interés del Estado», la decisión que debía adoptarse correspondía al propio Monarca, con el concurso de otro órgano colegiado, también llamado «Junta». Napoleón no tenía ninguna intención, pues, de que el Senado pudiese realmente ser un dique contra la arbitrariedad de sus ministros, y él mismo así lo había reconocido en relación con el mismo órgano que contemplaba la Constitución del año VIII, según su modificación por el Senado-Consulto del año XII10.
Las Cortes (órgano de composición estamental) también eran, aparentemente, un órgano llamado a tutelar los derechos y libertades. Ello no obstante, el Estatuto diseñó un Parlamento sumamente débil, incapaz de hacer sombra al Monarca. Obviamente esta era la intención del Emperador, como muestra bien a las claras el hecho de que las Cortes se hallen reguladas en el Título IX, a continuación no sólo de la regulación del Rey, sino de los Ministros, el Consejo de Estado y el Senado. Precisamente la mayor pugna de la Junta de Bayona con Napoleón consistió en tratar de incrementar las facultades de las Cortes, a fin de convertirlo en un auténtico Parlamento.
Esta actitud afrancesada es claramente comprensible si se atiende al prestigio que tuvieron las Cortes desde finales del siglo XVIII y, sobretodo, durante la Guerra de la Independencia. Napoleón era consciente de ello, y por tal circunstancia había señalado que reuniría de nuevo a este tradicional órgano. Los afrancesados cifraron el peso de su propaganda pro-napoleónica en esta propuesta del Emperador, en especial aquellos que tenían un talante más liberal, o quienes postulaban la idea de soberanía compartida. Quizás el más claro ejemplo se halla en Marchena, quien sorprendentemente en una arenga contra los contrarios al régimen de José I, trató de mostrar que las Cortes del Estatuto de Bayona sobrepasaban en poder a las que regulaba la Constitución de Cádiz, que, según su perspectiva, no pasaban de ser «el juguete del gobierno de la Regencia»11.
Dentro de la Junta de Bayona el sector afrancesado «realista» fue el que hizo más hincapié en potenciar los cometidos de las Cortes. Este sector partía de la idea de equilibrio constitucional, tomada a partir de la imagen de Gran Bretaña que habían recibido de los principales comentaristas del sistema político de la Isla, como Montesquieu, De Lolme o Blackstone. Para lograr este equilibrio era menester, por tanto, que las Cortes asumieran importantes cometidos que pudieran contrapesar las amplias facultades de que disponía el Monarca. La libertad del pueblo, pendía de este equilibrio constitucional.
La primera pugna se planteó respecto de la facultad regia para convocar, suspender y disolver la Asamblea a su libre albedrío, si bien respecto de la convocatoria se señalaba expresamente que ésta debía realizarse al menos cada tres años (Artículo 76). En este punto, los diputados de la Junta realizaron quizás las propuestas más osadas de cuantas realizaron a Napoleón. Así, el diputado Pereyra consideraba que la facultad regia de disolver ad libitum el Parlamento acababa convirtiendo a éste en un órgano estéril, de modo que proponía que no pudiera ejercer tal prerrogativa hasta que las Cortes llevasen ocho o más días de sesión12. Respecto de la libertad regia para convocar a las Cortes las observaciones de los afrancesados fueron más abundantes; algo perfectamente lógico, si se tiene en cuenta que cifraban los males de la nación en la práctica abusiva de los Austrias de no convocar el Parlamento. Colón y Lardizábal consideraban que la previsión constitucional de convocatoria trienal era insuficiente si no se complementaba con la regulación de las medidas que debían adoptarse si la convocatoria no tenía lugar13. Una observación que ponía en duda las buenas intenciones de la dinastía Bonaparte.
Para el reputado hacendista Vicente Alcalá Galiano (tío de uno de los más relevantes liberales de la primera mitad del siglo XIX español, Antonio Alcalá Galiano) el límite al Monarca en lo relativo a la convocatoria derivaría de la necesidad que tenía el Rey de contar con la voluntad de las Cortes para obtener ingresos14. Otros diputados, sin embargo, no fueron tan confiados, y propusieron nada menos que la exigencia de algún tipo de responsabilidad para el caso de que la reunión de Cortes no se hiciese efectiva. Pedro de Isla proponía una «responsabilidad ante la opinión pública», indicando que en esas situaciones se hiciese público a los Ayuntamientos la negativa del Rey, de modo que la presión pública acabase por convencerlo de la conveniencia de reunir el Parlamento15. La postura de Pedro de Isla muestra un marcado radicalismo, puesto que podía interpretarse como una velada legitimación del derecho de resistencia, de tan honda raigambre en la filosofía neoescolástica española, de Juan de Mariana a Francisco de Vitoria, entre otros muchos.
Luis Marcelino Pereyra, por su parte, propuso una responsabilidad ministerial; concretamente debía exigirse la destitución automática del ministro encargado de expedir la orden de convocatoria16. En este caso, se responsabilizaba al ministro no ya de un acto regio refrendado (lo que sería lógico si se seguían las cláusulas de Gran Bretaña, King can do no wrong y King can not act alone), sino de una omisión del Rey.
Las propuestas de estos diputados cayeron en el vacío, puesto que Napoleón no podía admitir unas propuestas que supusieran un verdadero obstáculo al poder de la Corona. No obstante, los realistas afrancesados volvieron a buscar el equilibrio constitucional tratando que las funciones legislativas, tributarias y de control de las Cortes no fuesen tan pobres como pretendía el proyecto constitucional que se sometía a su examen.
En efecto, el proyecto del Estatuto establecía que las Cortes «deliberarían» sobre los proyectos de ley presentados por el Monarca. Con tal previsión se cercenaba la facultad de iniciativa legislativa de las Cortes y, a la par, se convertía a éstas en una mera cámara de reflexión, o incluso un mero órgano consultivo no muy diferente del Consejo de Estado. Diputados como Cristóbal de Góngora solicitaron expresamente el poder de iniciativa legislativa de las Cortes, en tanto que Arribas, Gómez Hermosilla y Angulo solicitaron que al menos se permitiese al Parlamento ejercer un derecho de petición al Rey17. Aunque no lograron este objetivo, al menos sí consiguieron que el carácter meramente «deliberativo» de las Cortes se corrigiese. La lectura del Artículo del proyecto que limitaba en ese punto a la Asamblea fue objeto de un rechazo generalizado, y de las quejas particulares de Alcalá Galiano y Cristóbal de Góngora18. Tal oposición debió convencer a Napoleón de la conveniencia de alterar el precepto, de modo que la redacción final establecía que las Cortes no sólo deliberarían sobre las leyes, sino que también las aprobarían (Artículo 86), aunque, como ya se ha dicho, no perdieron su naturaleza de «órdenes del Rey», expedidas «oídas las Cortes». Pero en todo caso, este fue uno de los grandes triunfos de los realistas de la Junta de Bayona, y un logro que no se halla en las Constituciones de Westfalia (Título VI, Artículo 25) y Nápoles (Título VIII, Artículo 30).
Pero este éxito de los afrancesados realistas fue aislado: es cierto que habían logrado que la ley, fuente destinada a regular en su más alto nivel las libertades individuales, requiriese del consentimiento de las Cortes, pero no consiguieron que éstas pudiesen ejercer a posteriori un control efectivo sobre el Ejecutivo a fin de garantizar las propias leyes y las libertades subjetivas. Las quejas que planteasen las Cortes, como las del Senado, eran decididas por el Monarca conjuntamente con un órgano consultivo («Comisión») reunido a tal efecto. A las Cortes ni tan siquiera les quedaba el recurso de buscar la responsabilidad ante la opinión pública, ya que la comunicación Parlamento/sociedad se hallaba ocluida al establecerse expresamente el secreto de las deliberaciones parlamentarias.
Los afrancesados realistas trataron sin éxito que las Cortes pudiesen residenciar a los ministros a través de un juicio en el que la Asamblea acusara y el enjuiciamiento correspondiese a un Alta Corte Real. Este último órgano, que no se había recogido en ninguno de los tres proyectos constitucionales, representaba entre los realistas la última pieza de garantía orgánica de las libertades. El Emperador admitió la presencia de este órgano judicial, que tenía un reflejo en el constitucionalismo napoleónico, pero no consintió en que decidiese los juicios de acusación contra los ministros. Por tal circunstancia, la Alta Corte quedó reducida en el texto definitivo a una instancia judicial encargada de conocer de los delitos privados de altos cargos, pero no de la responsabilidad por delitos «políticos».



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La influencia del Estatuto de Bayona en el constitucionalismo español e hispanoamericano

El Estatuto de Bayona supuso un infructuoso intento constitucional que hubo de convivir con el estigma de ser el producto de la invasión, del colaboracionismo y la felonía. Perdida la Guerra de la Independencia, el Estatuto de Bayona cayó en el «olvido de los perdedores», aunque lo cierto es que se trataba de un producto de transacción con el Antiguo Régimen que, de haber contado con el apoyo de los «patriotas», quizás habría logrado triunfar allí donde la Constitución de 1812 fracasó. Aun siendo un texto sumamente autoritario, reconocía ciertas libertades y proporcionaba la reforma administrativa que parecía requerir un país como el español, encastrado y agostado por una veintena de años de despotismo.
El olvido del Estatuto de Bayona aún pesa hoy en día, ya que historiadores y constitucionalistas son renuentes a considerarlo como lo que en realidad es: el primer ensayo constitucional en España.
Del fracaso del Estatuto de Bayona puede desprenderse fácilmente que su influencia en la historia constitucional española fue prácticamente nula. Su principal aportación derivó por una vía negativa, ya que sirvió de revulsivo a los «patriotas» para que elaborasen la Constitución de 1812, verdadero envés liberal del Estatuto. Positivamente la influencia del Estatuto de Bayona en el célebre texto de Cádiz es inapreciable, puesto que respondían a filosofías muy distintas: autoritaria e ilustrada la del primero; netamente liberal, la del segundo. Nada más errado que las interesadas palabras del afrancesado Marchena, quien decía que la Constitución de Cádiz sólo tenía de bueno lo que había copiado al texto de Bayona19.
La presencia de elementos del Estatuto en Constituciones españolas posteriores es inapreciable. En ocasiones se ha tratado de ver en el Estatuto el precedente de las Constituciones conservadoras de 1834, 1845 y 1876, considerando que inaugura el camino del constitucionalismo pactista. Sin embargo, tal y como ya se ha aclarado, el Estatuto no tuvo en absoluto una naturaleza pactada, sino que fue una Carta otorgada. Por lo que respecta a los elementos más originales del Estatuto, como el Senado y el Consejo de Estado, no se reflejaron tampoco en documentos constitucionales ulteriores. Cuando en España se optó por establecer un Senado, éste tuvo el carácter de auténtica Cámara Alta, siguiendo el modelo británico.
La única influencia real del Estatuto en España se redujo al ámbito doctrinal, ya que a finales del Trienio Constitucional (1820-1823) los antiguos afrancesados volvieron a defender en diversas obras la dogmática que subyacía al texto. Tras volver del exilio al que se les había condenado, los afrancesados trataron entre 1820 y 1822 de acercarse a los liberales moderados en un afán conciliador. A tales efectos desplegaron una intensa actividad periodística que alcanzó su cenit con el periódico El Censor, sin duda el de más alta calidad intelectual del Trienio, y que traslucía un certero conocimiento de las doctrinas de la Restauración francesa, desde el liberalismo doctrinario (especialmente Guizot y Royer-Collard) hasta las teorías parlamentarias defendidas por los ultrasdurante la Chambre introuvable (Chateubriand y Vitrolles). Sin embargo, la hostigación por parte de los liberales, que nunca perdonaron a los afrancesados el aliarse al invasor, acabó por radicalizar a los antiguos «josefinos», haciendo que volviesen a posturas más autoritarias. Éstas se hallan claramente plasmadas en un proyecto privado de Ley Fundamental elaborado por una pluma afrancesada anónima y que sigue de cerca el Estatuto de Bayona20. Igualmente algunos antiguos afrancesados, como Sebastián de Miñano y Gómez Hermosilla21redactaron opúsculos incendiarios contra el «jacobismo» que veían entre los liberales exaltados españoles, defendiendo como única alternativa válida una Monarquía autoritaria muy próxima a la del Estatuto de Bayona. Sin embargo, si los afrancesados habían fracasado en su intento de acercarse al liberalismo moderado, también fracasaron en su intento de lograr que Fernando VII encabezase una Monarquía autoritaria cortada por el patrón del Estatuto de Bayona. Para los liberales el Estatuto era insuficiente, para Fernando VII era excesivo.
Siendo escasa la influencia del Estatuto en el constitucionalismo español, también se explica su débil repercusión en el constitucionalismo iberoamericano, por más que el Estatuto fuera también la primera Constitución de los territorios hispanoamericanos antes de adquirir su independencia. El constitucionalismo napoleónico tuvo repercusión en Iberoamérica, gozando de especial ascendente con Simón Bolívar, pero las influencias que se aprecian en las Constituciones hispanoamericanas (fundamentalmente en la de Bolivia de 1826 y en los documentos constitucionales del Río de la Plata entre 1811 y 1820) parecen derivar directamente de los textos franceses, y no del Estatuto de Bayona22.





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Bibliografía

Artola Gallego, Miguel, Los afrancesados, Turner, Madrid, 1976.
Aymes, Jean-René, Los españoles en Francia (1808-1814), Siglo XXI, Madrid, 1987.
Cambronero, Carlos, El Rey Intruso. Apuntes históricos referentes a José Bonaparte y a su gobierno, Imprenta de los Bibliófilos Españoles, Madrid, 1909.
Conard, Pierre, La Constitution de Bayonne (1808), Édouard Cornély et Cia., Paris, 1910.
Ducèrè, E., Napoléon a Bayonne, J. & D. Éditions, Biarritz, 1994.
Fernández Sarasola, Ignacio, «La responsabilidad del Gobierno en los orígenes del constitucionalismo español: el Estatuto de Bayona», Revista de Derecho Político, núm. 41, 1996, págs. 177-214.
Juretschke, Hans, Los afrancesados en la Guerra de la Independencia, Rialp, Madrid, 1962.
Mercader Riba, Juan, José Bonaparte, Rey de España (1808-1813). Estructura del Estado Español Bonapartista, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1983.
Morodo, Raúl, «Reformismo y regeneracionismo: el contexto ideológico y político de la Constitución de Bayona», Revista de Estudios Políticos, núm. 83, 1994, págs. 29-76.
Sanz Cid, Carlos, La Constitución de Bayona, Reus, Madrid, 1922.



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Anexo

Estatuto de Bayona

(Publicado en las Gacetas de Madrid de 27, 28, 29 y 30 de julio de 1808)


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Traducciones del texto

-Acte Constitutionnel de l’Espagne, d’Agasse, Paris, 1808.



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Disposiciones normativas relevantes

-Orden de 19 de mayo de 1808, de convocatoria a la Diputación General de españoles.
-Decreto de 6 de febrero de 1809 en el que se señalan las atribuciones a la Secretaría de Estado y demás ministerios.
-Decreto de 10 de febrero de 1809, por el cual se ordena que ningún ministro pueda expedir órdenes en nombre del Rey.
-Decreto de 2 de mayo de 1809, en que se prescribe el reglamento para el Consejo de Estado.
-Decreto de 19 de julio de 1809, en que se suprimen todas las Justicias que no tengan nombramiento de S. M., y se manda reemplazarlas con otras que no tengan esta circunstancia.
-Decreto de 20 de julio de 1809, por el que se crean Milicias urbanas en el reino para que cuiden de la tranquilidad pública.
-Decreto de 2 de mayo de 1810, en el que se establecen las reglas que se han de observar interinamente en la educación pública hasta que se ponga en ejecución el plan general.
-Decreto de 9 de julio de 1810, por el que se suprimen los Juzgados de Provincia de las Chancillerías y Audiencias, y se determinan los Jueces que privativamente han de conocer de las causas de que juzgaban aquéllos.
-Decreto de 5 de noviembre de 1810, por el que se fijan las atribuciones de los Jueces de primera instancia y de los Corregidores.
-Instrucción de 25 de diciembre de 1810, para la Milicia Cívica del Reino.
-Decreto de 22 de abril de 1811 por el que se crea un Consejo de Ministros.
-Decreto de 16 de septiembre de 1811, por el que se suprime la jurisdicción castrense.
-Decreto de 16 de octubre de 1811, por el que se organizan los tribunales militares.




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