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lunes, 16 de abril de 2018

UN MES DESPUÉS




Susana Accorsi

Era una mañana de nubes guerreras, que tenían al sol acorralado en alguna parte.
El automóvil plateado dejaba su huella polvorienta por una ruta de tierra. A través del parabrisas, Laura veía acercarse al bosque de copas oscuras. Pronto, decenas de brazos camuflados con hojas carnosas se interpondrían al avance del coche, e intentarían invadirlo. Nunca logró comprender por qué su padre, dado por muerto un mes atrás y después de un año de desaparecido, había elegido ir a vivir a ese lugar tan solitario y sombrío. Hoy comenzarían a desocupar la casa para poder venderla lo antes posible. No podían seguir manteniéndola y el dinero les vendría bien.
Algunas piedras en el camino hicieron saltar el vehículo y sacudieron sus pensamientos. Pablo, su marido, maniobraba sorteando raíces y ramas mientras maldecía en voz baja; en el asiento trasero, Lucas y Matías parecían empeñados, como de costumbre, en probar la resistencia de sus nervios. Ya no soportaba las eternas peleas de los mellizos y, dándose vuelta, les ordenó callar.
Al fin, apareció la casa. El motor del coche paró y todo fue silencio. Por un momento, dio la impresión de que ninguno se atrevía a ser el primero en bajar. Finalmente, Pablo se decidió, Matías fue el último.
Laura sacó la llave de su bolso, abrió la puerta y entró. Las sombras que habitaban en el interior retrocedieron hacia los rincones, a la espera de mejores momentos. Objetos y muebles aparecieron grises sin que importara su color. Una nube de polvo blanco se levantó cuando los mellizos entraron arrollando el silencio; tenían la intención de subir al piso superior, pero Laura se los impidió.
-Ayuden a su papá a traer las cosas que están en el baúl -ordenó.
-¡Tenemos hambre! -grito uno.
-¡Primero las cajas! Todavía es temprano para comer.
Pablo se acercó a su mujer y le preguntó:
-¿Vamos a limpiar, también? -no esperó respuesta y agregó: -Para venderla a mejor precio habría que lavarle la cara, aunque no sé si valdría la pena. ¿Quién va a venir hasta acá, y a comprar esto? -y puso énfasis en la última palabra.
-Hoy no -contestó Laura-. Solo llevaremos lo que tenga algún valor y también veremos si nos es útil algún mueble. Ya vendremos en otro momento a buscarlo con el transporte adecuado.
-¿Por qué no lo dijiste antes y hacíamos todo en un día? ¡Espero que no tengamos que volver! -protestó Pablo y salió.
Laura liberó a sus hijos de toda tarea.
-¡No se alejen mucho de la casa! -les dijo.
Crujieron puertas y pisos. Lo poco que había en la cocina contaba la historia de una soledad.
Volvió al living. Se paró casi en el centro, cerca de una mesa baja. Miró a todos lados. Una araña que la observaba se ocultó mientras otras se mantenían quietas, expectantes.
Laura se desplomó sobre un sillón, sin saber que hacer ni por dónde comenzar. Y entonces, se internó en los recuerdos.
Su padre había sido un exitoso negociante de antigüedades, “un antropólogo frustrado” como solía llamarse a sí mismo. De un viaje que había hecho al Lejano Oriente con la madre de Laura se había traído algunos objetos de arte rescatados de esa civilización de misterios y arena. La última noche de estadía en el hotel, le dijo a su esposa que se adelantaría para pagar la cuenta y que la esperaría en el hall de entrada.
Pero cuando, impaciente porque ella tardaba en bajar, fue en su busca, no la encontró. En la habitación todo parecía estar en orden; los bolsos listos, las valijas cerradas, y hasta las cajas con los objetos comprados alineadas cerca de la puerta. Salió a buscarla por pasillos y escaleras; subió a la terraza y se hundió en el sótano.  Cuando se asomó al jardín, los seres de la noche le susurraron: “se ha ido”. Durante horas estuvo sentado en uno de los sillones del hall de entrada, con la mirada fija en la puerta giratoria, esperando que llegara la respuesta. Los empleados del hotel lo evitaban, solo el conserje se le acercaba cada tanto para preguntarle si necesitaba algo. Y fue este mismo quien le dijo a la policía que, a diferencia de otros viajes, esa vez la esposa no lo había acompañado, que siempre había estado solo.
Cuando regresó a su país, era otra persona. Su hermano lo fue a buscar al aeropuerto; se ocupó del equipaje y los bultos. Nada se habló de lo sucedido. Nada parecía haber pasado. Ni la familia ni los amigos ni los vecinos preguntaron por la mujer, desvanecida sin rastro. Fue completamente olvidada, como si nunca hubiera nacido y ni siquiera la presencia de Laura parecía suficiente prueba de una existencia borrada de la memoria de todos. Sus cosas personales, su ropa, perfumes, libros, y hasta sus fotos, desaparecieron igual que ella.
Laura tenía, entonces, tres años, y fue creciendo en un mundo de recuerdos ignorados.
Tiempo después, su padre volvió a casarse y aparecieron otras ropas, otros perfumes, otras fotos. Decidió abandonar el negocio de antigüedades. Vendió casi todo, menos algunas obras de las que había traído de aquel último viaje a Oriente.
Un día su nueva esposa bajó al sótano de la casa con la intención de ordenar un poco. Entre las muchas cosas ahí guardadas, estaban las cajas que contenían esas antigüedades.
Jamás volvió a subir. Y fue olvidada tan completamente como lo había sido la primera mujer.
Cuando su padre se mudó a la casa del bosque sólo había llevado lo indispensable pero, extrañamente, no había querido desprenderse de los artículos orientales, que aún permanecían embalados. Un lugar tan alejado, solitario y demasiado húmedo para su salud, levantó las protestas de su hija, pero no las escuchó. Accedió, al menos, a tener un teléfono para que ella pudiese comunicarse con él en cualquier momento. En la planta alta había un altillo, y en él depositó las cajas con las antigüedades.
Los árboles fueron tejiendo una gruesa red alrededor de la casa, aislándola del mundo cada vez más, igual que a su ocupante.
Era una noche muy fría la de un año atrás, cuando el comisario del pueblo más cercano fue a ver por qué no contestaba los llamados de su hija. Al llegar, golpeó varias veces la puerta del frente. No hubo respuesta y entonces dio un rodeo a la casa. A través de las ventanas pudo ver el interior, apenas iluminado por el fuego del hogar, dejaba entrever que todo estaba en orden. Pero su experiencia le dictaba que entrara y se  cerciorara. Con la ayuda del sargento que lo había acompañado, forzaron la puerta del fondo y revisaron todo el interior. También recorrieron los bosques cercanos hasta el amanecer. Nunca lo encontraron.
En el pueblo apenas lo conocían; la policía pronto dejó de buscarlo y casi enseguida olvidó el caso.
Ahora, justo un mes después, parada en medio del living, Laura está convencida de que toda su vida a estado caminando sin dejar huellas.
Las puertas del estudio la desafiaron a que entrara; tal vez, ahí, guardada en algún cajón, lograría encontrar la historia que le pertenecía. Lo hizo y quedó paralizada al ver que la biblioteca, en otras épocas abarrotada de libros, ahora estaba vacía.
Como el recinto estaba casi en penumbras, dada la espesura de los árboles, accionó la llave de la luz para ver mejor, pero esta no funcionó. Cerca del ventanal vislumbró el viejo escritorio de roble; detrás, una desvencijada silla de cuero verde oscuro bordeado de tachas oxidadas y, mas allá, una lámpara de pie sin pantalla. Todo estaba cubierto de polvo.
Se acercó al escritorio y trató de abrir los cajones; el del medio, y más grande, estaba cerrado con llave; la buscó pero no se la veía por ninguna parte. Tiró con fuerza una vez más, quedándose con la manija en la mano; el cajón se abrió pero no había nada.
Afuera, Pablo juntaba algunas herramientas halladas en el galpón cerca de la casa, y los mellizos peleaban otra vez. Molesto, los separó, y entonces Matías se alejó refunfuñando. Sin que su madre se percatara, entró en la casa y subió por la escalera. Pasó de largo por el dormitorio que había sido de su abuelo y, después fue al que su hermano y él solían usar como sala de juego cuando iban de visita. Pero ni la pelota, ni los juegos se encontraban más allí. No había nada. Nada de nada.
Pensó que su madre ya se habría llevado todo. Decidió bajar e insistir por algo de comida, sentía un hambre atroz.
La puerta que daba al altillo le llamó la atención. Notó que no estaba cerrada, se asomó y comenzó a subir por la escalera muy angosta y empinada. Titubeó, retrocedió, y volvió hasta el borde de la escalera principal.
Abajo, su madre guardaba algunos objetos dentro de una caja. Matías se dijo que tenía tiempo para dar una mirada al altillo. Volvió a subir. Entró. La pared que quedaba justo enfrente de la puerta tenía un tragaluz ovalado, y había otra ventana en la pared de la derecha. Desde esta última pudo ver a su padre sacar una cortadora de césped del galpón y, algo más lejos, a su hermano con otras herramientas.
El tragaluz quedaba demasiado alto para él, así que acercó una de las tantas cajas que su abuelo había arrumbado allí. Era algo pesada, pero al fin lo logró; se trepó y miró a través de los vidrios, un tanto opacos por la tierra acumulada; desde ahí veía el coche estacionado, con el baúl abierto, y a su papá que trataba de acomodar dentro de él la cortadora.
Satisfecho ya, se bajó de la caja dando un pequeño salto y quedó frente a la pared donde estaba la puerta que le había permitido entrar. Pero ésta había desaparecido.
Su corazón pareció detenerse por unos instantes antes de comenzar a latir aceleradamente. Primero pensó que se equivocaba, pero cuando miró a su alrededor vio que también la ventana había desaparecido. Giró y giró buscando una salida, pero lo único que se mantenía igual era el tragaluz. Paralizado en medio del altillo, se dio cuenta de que apenas lo sostenían las piernas; con los brazos extendidos y las manos crispadas gritó con todas sus fuerzas.
-¡Mamá! ¡Papá! ¡Ayúdenme! ¡Estoy acá!
Corrió entre las cajas, golpeó con todas sus fuerzas las paredes, pateó el piso. Todo inútil. Envuelto en llanto se desplomó.
Apenas entraba la luz cuando despertó. Sus ojos fueron acostumbrándose a la penumbra. Comenzó a temblar al ver que las cajas eran cada vez más grandes y que una estaba abierta. Arañando la oscuridad volvió a subir para mirar hacia afuera. Anochecía rápido, el baúl del coche ya estaba cerrado y las puertas abiertas.
Pablo quería irse antes de que comenzara a llover. Laura apuró a Lucas para que subiera de una buena vez, después lo haría ella. Pero sentía que algo la retenía y se le hacía difícil partir.
Miró por última vez la casa, segura de que algo se le olvidaba pero, al fin y al cabo, era una sensación que la había acompañado toda su vida. Subió al coche, que de inmediato arrancó y se alejó.
Con la voz cada vez más ronca Matías gritó y golpeó los vidrios con todas sus fuerzas, pero no pudo romperlos. Desesperado, se dejó caer de la caja; desde el suelo, levantó su cabeza hacia el tragaluz que, en ese momento, permitió que la luna le dedicara una mueca blanca.

FIN