Susana Accorsi
Era una
mañana de nubes guerreras, que tenían al sol acorralado en alguna parte.
El automóvil
plateado dejaba su huella polvorienta por una ruta de tierra. A través del parabrisas, Laura veía
acercarse al bosque de copas oscuras. Pronto, decenas de brazos camuflados con
hojas carnosas se interpondrían al avance del coche, e intentarían
invadirlo. Nunca logró comprender por qué su padre, dado por muerto un mes
atrás y después de un año de desaparecido, había elegido ir a vivir a ese lugar
tan solitario y sombrío. Hoy comenzarían a desocupar la casa para poder
venderla lo antes posible. No podían seguir manteniéndola y el dinero les
vendría bien.
Algunas
piedras en el camino hicieron saltar el vehículo y sacudieron sus pensamientos.
Pablo, su marido, maniobraba sorteando raíces y ramas mientras maldecía en voz
baja; en el asiento trasero, Lucas y Matías parecían empeñados, como de costumbre, en
probar la resistencia
de sus nervios. Ya no soportaba las eternas peleas de los mellizos y, dándose
vuelta, les ordenó callar.
Al fin,
apareció la casa. El motor del
coche paró y todo fue silencio. Por un momento, dio la impresión de que ninguno
se atrevía a ser el primero en bajar. Finalmente, Pablo se decidió, Matías fue
el último.
Laura sacó
la llave de su bolso, abrió la puerta y entró. Las sombras que habitaban en el
interior retrocedieron hacia los rincones, a la espera de mejores momentos.
Objetos y muebles aparecieron grises sin que importara su color. Una nube de
polvo blanco se levantó cuando los mellizos entraron arrollando el silencio;
tenían la intención de subir al piso superior, pero Laura se los impidió.
-Ayuden a su
papá a traer las cosas que están en el baúl -ordenó.
-¡Tenemos
hambre! -grito uno.
-¡Primero
las cajas! Todavía es temprano para comer.
Pablo se
acercó a su mujer y le preguntó:
-¿Vamos a
limpiar, también? -no esperó respuesta y agregó: -Para venderla a mejor
precio habría que lavarle la cara, aunque no sé si valdría la pena. ¿Quién va a
venir hasta acá, y a comprar esto? -y puso énfasis en la última palabra.
-Hoy no
-contestó Laura-. Solo llevaremos lo que tenga algún valor y también veremos si
nos es útil algún mueble. Ya vendremos en otro momento a buscarlo con el
transporte adecuado.
-¿Por qué no
lo dijiste antes y hacíamos todo en un día? ¡Espero que no tengamos que volver!
-protestó Pablo y salió.
Laura liberó
a sus hijos de toda tarea.
-¡No se
alejen mucho de la casa! -les dijo.
Crujieron
puertas y pisos. Lo poco que había en la cocina contaba la historia de una soledad .
Volvió al
living. Se paró casi en el centro, cerca de una mesa baja. Miró a todos lados.
Una araña que la observaba se ocultó mientras otras se mantenían quietas,
expectantes.
Laura se
desplomó sobre un sillón, sin saber que hacer ni por dónde comenzar. Y
entonces, se internó en los recuerdos.
Su padre
había sido un exitoso negociante de antigüedades, “un antropólogo frustrado” como solía llamarse a sí
mismo. De un viaje que había hecho al Lejano Oriente con la madre de Laura se
había traído algunos objetos de arte rescatados de esa civilización de
misterios y arena. La última noche de estadía en el hotel, le dijo a su esposa
que se adelantaría para pagar la cuenta y que la esperaría en el hall de
entrada.
Pero cuando,
impaciente porque ella tardaba en bajar, fue en su busca, no la encontró. En la
habitación todo parecía estar en orden; los bolsos listos, las valijas
cerradas, y hasta las cajas con los objetos comprados alineadas cerca de la
puerta. Salió a buscarla por pasillos y escaleras; subió a la terraza y se
hundió en el sótano. Cuando se asomó al
jardín, los seres de la noche le susurraron: “se ha ido”. Durante horas estuvo
sentado en uno de los sillones del
hall de entrada, con la mirada fija en la puerta giratoria, esperando que
llegara la respuesta. Los empleados del hotel lo evitaban, solo el conserje se le
acercaba cada tanto para preguntarle si necesitaba algo. Y fue este mismo quien
le dijo a la policía que, a diferencia de otros viajes, esa vez la esposa no lo
había acompañado, que siempre había estado solo.
Cuando
regresó a su país, era otra persona. Su hermano lo fue a buscar al aeropuerto;
se ocupó del
equipaje y los bultos. Nada se habló de lo sucedido. Nada parecía haber pasado.
Ni la familia ni los amigos ni los vecinos preguntaron por la mujer,
desvanecida sin rastro. Fue completamente olvidada, como si nunca hubiera
nacido y ni siquiera la presencia de Laura parecía suficiente prueba de una
existencia borrada de la memoria de todos. Sus cosas personales, su ropa,
perfumes, libros, y hasta sus fotos, desaparecieron igual que ella.
Laura tenía,
entonces, tres años, y fue creciendo en un mundo de recuerdos ignorados.
Tiempo
después, su padre volvió a casarse y aparecieron otras ropas, otros perfumes,
otras fotos. Decidió abandonar el negocio de antigüedades. Vendió casi todo,
menos algunas obras de las que había traído de aquel último viaje a Oriente.
Un día su
nueva esposa bajó al sótano de la casa con la intención de ordenar un poco.
Entre las muchas cosas ahí guardadas, estaban las cajas que contenían esas
antigüedades.
Jamás volvió
a subir. Y fue olvidada tan completamente como lo había sido la
primera mujer.
Cuando su
padre se mudó a la casa del
bosque sólo había llevado lo indispensable pero, extrañamente, no había querido
desprenderse de los artículos orientales, que aún permanecían embalados. Un
lugar tan alejado, solitario y demasiado húmedo para su salud, levantó las
protestas de su hija, pero no las escuchó. Accedió, al menos, a tener un
teléfono para que ella pudiese comunicarse con él en cualquier momento. En la
planta alta había un altillo, y en él depositó las cajas con las antigüedades.
Los árboles
fueron tejiendo una gruesa red alrededor de la casa, aislándola del mundo cada vez más,
igual que a su ocupante.
Era una
noche muy fría la de un año atrás, cuando el comisario del pueblo más cercano fue
a ver por qué no contestaba los llamados de su hija. Al llegar, golpeó varias
veces la puerta del
frente. No hubo respuesta y entonces dio un rodeo a la casa. A través de las
ventanas pudo ver el interior, apenas iluminado por el fuego del hogar, dejaba entrever
que todo estaba en orden. Pero su experiencia le dictaba que entrara y se cerciorara. Con la ayuda del sargento que lo había
acompañado, forzaron la puerta del
fondo y revisaron todo el interior. También recorrieron los bosques cercanos
hasta el amanecer. Nunca lo encontraron.
En el pueblo
apenas lo conocían; la policía pronto dejó de buscarlo y casi enseguida olvidó
el caso.
Ahora, justo
un mes después, parada en medio del
living, Laura está convencida de que toda su vida a estado caminando sin dejar
huellas.
Las puertas del estudio la desafiaron a
que entrara; tal vez, ahí, guardada en algún cajón, lograría encontrar la
historia que le pertenecía. Lo hizo y quedó paralizada al ver que la
biblioteca, en otras épocas abarrotada de libros, ahora estaba vacía.
Se acercó al
escritorio y trató de abrir los cajones; el del medio, y más grande,
estaba cerrado con llave; la buscó pero no se la veía por ninguna parte. Tiró
con fuerza una vez más, quedándose con la manija en la mano; el cajón se abrió pero no
había nada.
Afuera,
Pablo juntaba algunas herramientas halladas en el galpón cerca de la casa, y
los mellizos peleaban otra vez. Molesto, los separó, y entonces Matías se alejó
refunfuñando. Sin que su madre se percatara, entró en la casa y subió por la
escalera. Pasó de largo por el dormitorio que había sido de su abuelo y,
después fue al que su hermano y él solían usar como sala de juego cuando iban
de visita. Pero ni la pelota, ni los juegos se encontraban más allí. No había
nada. Nada de nada.
Pensó que su
madre ya se habría llevado todo. Decidió bajar e insistir por algo de comida,
sentía un hambre atroz.
La puerta
que daba al altillo le llamó la atención. Notó que no estaba cerrada, se asomó
y comenzó a subir por la escalera muy angosta y empinada. Titubeó, retrocedió,
y volvió hasta el borde de la escalera principal.
Abajo, su
madre guardaba algunos objetos dentro de una caja. Matías se dijo que tenía
tiempo para dar una mirada al altillo. Volvió a subir. Entró. La pared que
quedaba justo enfrente de la puerta tenía un tragaluz ovalado, y había otra
ventana en la pared de la derecha. Desde esta última pudo ver a su padre sacar
una cortadora de césped del
galpón y, algo más lejos, a su hermano con otras herramientas.
El tragaluz
quedaba demasiado alto para él, así que acercó una de las tantas cajas que su
abuelo había arrumbado allí. Era algo pesada, pero al fin lo logró; se trepó y
miró a través de los vidrios, un tanto opacos por la tierra acumulada; desde
ahí veía el coche estacionado, con el baúl abierto, y a su papá que trataba de
acomodar dentro de él la cortadora.
Satisfecho
ya, se bajó de la caja dando un pequeño salto y quedó frente a la pared donde
estaba la puerta que le había permitido entrar. Pero ésta había desaparecido.
Su corazón
pareció detenerse por unos instantes antes de comenzar a latir aceleradamente. Primero
pensó que se equivocaba, pero cuando miró a su alrededor vio que también la
ventana había desaparecido. Giró y giró buscando una salida, pero lo único que
se mantenía igual era el tragaluz. Paralizado en medio del altillo, se dio cuenta
de que apenas lo sostenían las piernas; con los brazos extendidos y las manos
crispadas gritó con todas sus fuerzas.
-¡Mamá!
¡Papá! ¡Ayúdenme! ¡Estoy acá!
Corrió entre
las cajas, golpeó con todas sus fuerzas las paredes, pateó el piso. Todo
inútil. Envuelto en llanto se desplomó.
Apenas
entraba la luz cuando despertó. Sus ojos fueron acostumbrándose a la penumbra.
Comenzó a temblar al ver que las cajas eran cada vez más grandes y que una
estaba abierta. Arañando la oscuridad volvió a subir para mirar hacia afuera.
Anochecía rápido, el baúl del
coche ya estaba cerrado y las puertas abiertas.
Pablo quería
irse antes de que comenzara a llover. Laura apuró a Lucas para que subiera de
una buena vez, después lo haría ella. Pero sentía que algo la retenía y se le
hacía difícil partir.
Miró por
última vez la casa, segura de que algo se le olvidaba pero, al fin y al cabo,
era una sensación que la había acompañado toda su vida. Subió al coche, que de
inmediato arrancó y se alejó.
Con la voz
cada vez más ronca Matías gritó y golpeó los vidrios con todas sus fuerzas,
pero no pudo romperlos. Desesperado, se dejó caer de la caja; desde el suelo,
levantó su cabeza hacia el tragaluz que, en ese momento, permitió que la luna
le dedicara una mueca blanca.
FIN
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