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viernes, 16 de febrero de 2024

DESDE EL TRONCO DE UN OMBÚ Eduardo Acevedo Díaz

 


 

El cordero agonizaba en el valle. Bajó el águila azulada de la sierra, y le devoró uno de los ojos, el que miraba al cielo. Limpióse el pico curvo en la lana tenue, lanzó una nota estridente y remontóse de nuevo a los picachos. Otra águila le salió al encuentro, y se trabó la lucha. Algunas plumas cayeron al suelo. Luego se apartaron por distintos rumbos. En tanto, una oveja con gusano en el cerebro se acercó al cordero moribundo, y se puso a dar vueltas sin cesar ni descansar, con la cabeza airada y la colilla tiesa.

Cruza una carreta hacia el paso del arroyo tirada por ocho bueyes entre barrosos y yaguanés. El conductor viejo, montado en un cebruno flojo, va somnoliento.

El criollito de ojos negros muy vivos, arrollado en el tronco de la lanza, le grita: ¡Taita, la zanja es honda! El viejo se endereza en el recado, rezongando:

¡vuelta güey! Pero el vehículo estaba a los bordes, y cayó a la zanja pantanosa. Maniobró la picana, se alzó la voz enérgica, y después de un vaivén enojoso, la carreta arrancó con las pinas crujiendo. El criollito silbó un triste, poniendo los dos pies desnudos en la lanza y las rodillas en el rostro. El viejo arrojó un terno entre un bostezo, y dijo: ¡siempre peludeando!

En tanto se abaten los negros tordos y los pechos amarillos en el cardizal ardiente, y asoma la gama su airosa cabecita entre las altas hierbas allá en el fondo del llano, como atenta a extraño ruido, relincha con imponente brío un semental criollo y se precipita en frenética carrera a la loma del flanco, que traspone en un segundo y vuelve en el acto con la crin ondulante y el copete encrespado arremolinando una tropilla de ventrudas, reacias al esquilón de la madrina. Ora enseñando los blancos dientes o dilatando las narices, ya enarcando el cuello o dando una corveta, compele a su grey y la lleva al trazo de gramilla; se para de súbito, arroja un pequeño gruñido felino, y se pone a pastar. De pronto, una de la grey se aleja demasiado de la ronda. El potro se pone en tres saltos junto a ella, y pagó caro el delito de insubordinación… La victima se doblega; y la madrina mira aquello con aire de idiota, tal vez cansada de esos caprichos y celos formidables.

Un poco apartado, cerca de un rancho pobre, muy negro y ya de paja incolora, una menor con la pollerita levantada y las rodillas al aire, parecía recoger huevos bajo las totoras. Seguíala un mastín con paso tardo y paciente. Cuando ella se detenía mucho en sus afanes, el perro se echaba. Luego, proseguían una y otro su marcha de rodeos. Algo debía haber encontrado, aunque fuesen huevecitos de ratonas, porque de vez en cuando se detenía como a contar lo que llevaba en el ahuchado del vestido. El perro, por esta vez. se le había alejado un poco y olfateaba. De pronto delante de la niña, de una mata espesa, salió corriendo un lagarto gris verdoso. Cerca había una sombra de toro, una de tantas avanzadas del bosque contra el pampero, y a él se dirigió el reptil con su apéndice en alto. Allí estaba la cueva. La menor dejó caer toda su carga, y se lanzó tras él con pasmosa rapidez, pero no tanto que no llegara al mismo tiempo que el mastín, bulto enorme a su lado. El lagarto, en un tropiezo sin duda perdió ventaja, pues aunque ya con todo el cuerpo en el escondrijo, fue asido de la cola por la pequeña. El perro coadyuvó sin pérdida de segundo, y mordió en el tronco. La criolla se quedó con el apéndice en las manos, que se retorcía como una culebra. Fuese riendo, con las greñas en las mejillas. El mastín la siguió breves pasos; se detuvo; volvió sobre ellos, como avergonzado.

olió largo rato al pie del árbol; introdujo pane del hocico en la covacha, movió de uno a otro lado la cola; y al fin se acostó frente a ella. con la cabeza entre los remos y los ojos fijos en el mísero hogar de la presa mutilada y perdida.

Una banda pequeña de ñandúes cruza por el médano que está a media cuadra del paso del arroyo, y a un costado del camino. El médano es un reducido círculo amarilloso en medio de dilatadas verduras, y en su centro mismo hay algunos arazaes y malezas solitarias, como si la costra fecunda del subsuelo protestara contra la aridez de las arenas. Los ñandúes marchan tranquilos. Pero, de improviso, dos o tres levantan a modo de árganas los alones mostrando el abrigo interno blanco como la espuma, y emprenden a saltos la fuga. Las demás corredoras se separan del sitio por opuestas direcciones, y alguna brinca con los pies juntos, cual si el peligro no diera tiempo a desplegar los nutridos plumeros. Más de una víbora de la cruz. dormitando en la arena caliente, que empolla el huevo del yacaré, ha alzado su chata cabeza y vibrado la lengüeta, al sitio melancólico de esas aves hijas del cuma, tan similares en sus hábitos de libertad salvaje a los del primitivo gaucho vagabundo.

Se van muy lejos, y el sol se acuesta. Las sombras bajan al valle. La noche, una noche límpida, serena, de inmensos doseles azules tachonados de solos infinitos, trae con su majestad solemne el don de la calma, del silencio y del reposo que esparce en las sierras y en los llanos con sus luces y rocíos.

Los grandes rumores han cesado. Los que se perciben no perturban: bajo diapasón de patos silvestres, tertulias de gallaretas, aleteos entre el ramaje, y el armonioso acento del zorzal, que se alza como un himno a las estrellas, vibrante en los aires, llena de dulce encanto los ribazos sombríos.

 

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