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viernes, 16 de febrero de 2024

QUERÍA TAPARLA CON ALGO Jorge Accame

 

 

En otra ocasión no lo hubiera hecho, pero aquel día se me mezclaba de todo un poco en la boca. Desde hacía tiempo había querido parar con los amargos de la mañana que me dejaban un gusto seco y áspero las veinticuatro horas, y no tenía voluntad. A las diez, donde me agarrara, dejaba el laburo, en la tuerca que fuese y me iba hasta el calentador en el cuarto de atrás y ponía la pava. Me pellizcaba los brazos por flojo, mientras se calentaba el agua y prometía que al otro día dejaría por lo menos durante un mes. Eso por un lado. Además, la idea que me agarró con unos huevos fritos que había morfado la noche anterior y el frío que chupé en la cama, porque yo duermo en calzones y medio destapado y en el bajo hace un tornillo que mejor no hablar. Después que la mañana estaba así, bien cargada de nubarrones, como de tormenta que no se decide y hacía mucho que no llovía y yo esas mariconadas del tiempo no las aguanto, esos días me ponen medio loco, no sé por qué será.

Bueno, al grano; era invierno y ya se sabe lo que es eso. En la canilla del depósito el agua no sale, se hace hielo dentro del caño.

A las ocho, entre el nublado y lo temprano que era no se veía demasiado. Yo estaba parado frente a una de las máquinas rotas que habían traído, con las manos en los bolsillos y escuché los gritos que venían de las duchas. Me pareció raro, quién iba a estar bañándose a esa hora. No tenía ni medio de ganas de moverme, pero fui a ver.

A medida que me acercaba, escuchaba más fuerte las voces que retumbaban en el galpón. Entré y vi al pescado y a la esporiqueta completamente desnudos, aullando y cagándose de risa bajo el agua helada de las duchas. El polvillo que levantaban los chorros al golpear contra el alisado era tanto que no se veía un carajo; pero por los gritos me avivé de que no estaban solos. Cerca del desagüe descubrí otro par de piernas.

Ni se habían avivado de mi presencia, tan entusiasmados que estaban salpicándose y diciendo huevadas.

Me di vuelta para irme y al girar el zapallo, noté algo raro. Me frené, miré bien y la vi. Una mina, joven, apoyada en la pared con cara de susto, pero no por estar allí, era un susto que traía de antes; le venía de adentro. Estaba en pelotas, las manos a los costados dobladas y duras de frío, igual que los pies; me impresionó su blancura y las tetas chatas. Nunca había visto unas tetas así, era como si ella no se diera cuenta de que las tenía, ni de que era mujer. No te puede calentar una mina que parece estar en otra parte. Las tetas, el culo, la concha, estaban bajo el agua; pero ella no, vaya a saber qué bicho le picaba, con esos ojos como el dos de oro.

De reojo calé a la espiroqueta y al pescado que cantaban abrazados un tango y disimuladamente agarré a la mina del brazo y la tironié hacia afuera, yo que sé, para taparla con algo y después veremos.

Yo estaba saliendo con la mina de la mano. Tengo patente la imagen de las huellas mojadas de mis botas y de sus pies desnudos sobre el alisado y di un sobresalto al sentir un puño como tenaza alrededor de mi muñeca.

-¿dónde va, tucán?

Era el rinoceronte, el dueño de las piernas que sobraban, en pelotas también y chorreando agua. Me había jodido.

-suelte -le dije, llevando la otra mano al bolsillo del overol, donde guardaba la francesa.

-que yo sepa, no es su turno.

Cuando uno entraba a trabajar a los talleres del ferrocarril, no se salvaba de que le midieran la verga. Venían dos o tres comisionados con un centímetro y se fijaban el largo y el grosor. Según eso, el nuevo ocupaba un lugar en la lista del personal que se seguía religiosamente en el caso de que se consiguiera una mina.

-no es el turno de nadie -dije-. Esta mujer se escapó del loquero.

Estábamos hablando fuerte y el pescado y la espiroqueta aparecieron en el umbral.

-¿qué pasa? -preguntó uno.

-que el tucán se quiere llevar la mina -dijo el rinoceronte.

El pescado se vino al humo. Puso su jeta frente la mía y me puteó. Era una cara rara, tenía párpados sin pestañas, como si alguien hubiera hecho dos tajos en una piel de pato húmeda.

-anda volando por ahí una piña que se te va asentar en seguida -le dije retorciéndole un cachete.

Yo no quería pelear; para mejor en ese momento eran tres contra uno, pero qué remedio quedaba sino hacerme el macho. En una de esas se iban al mazo.

Pescado hizo el amague de golpearme. Rinoceronte lo detuvo.

-pará, pará -le dijo-. No armemos bolonqui ahora. Estamos en bolas y falta poco para que el jefe empiece la ronda.

-y entonces. Vas a dejar que se vaya con la mina -gritó pescado.

Rinoceronte le dio vuelta el marulo de un soplamoco.

-no me levantés la voz -y volviéndose a mí, dijo:

-yo lo entiendo. El jovato se reblandeció y quiere salvar a la princesa.

Me acarició los pocos pelos grises que tengo en la azotea.

-¿querés salvarla? Después del laburo, en cuanto suene la campana, roña de viejos. Si ganás, te la llevás de vuelta al loquero. Si perdés, la pinchamos todos.

Agarré a la chica del brazo.

-voy a taparla con algo.

La mano de rinoceronte se me apoyó en el hombro.

-si perdés -‑repitió-, la pinchamos todos. Y vos también. ¿estamos?

Miré aquella nariz chata y bestial, con los poros eternamente negros de grasa y los dos ojos brillantes, chiquitos como bolillas de rulemanes que me seguían desde el fondo de su enorme cabeza. Asentí y llevé a la muchacha hasta el rincón del depósito donde pasan los caños de la caldera.

La tortuga me alcanzó un mate.

-¿pensás que vas a ganar? -preguntó.

Miré a la chica. La habíamos vestido con camisas, un overol viejo y dos botas de distinto número que encontramos entre las porquerías del sótano. Yo le había pasado mis medias. Estaba sentada sobre un motor arruinado, inclinada hacia adelante; había dejado de temblequear, pero seguía con esa expresión paralizada de asombro.

-capaz que digo una barbaridad -tartamudeó tortuga-, pero yo me imagino que esa es la expresión que deben tener las santas o la propia virgen.

-no sabe ni dónde está.

-mejor para ella. La cabra es jodido, como no baja de la siberia vive con bronca. Además aguanta bien el trago.

La cabra, mi rival, era un coso flaco y duro y había pasado las cincuenta peleas en roñas de viejos. Tendría más o menos mi edad, pero yo no había peleado nunca. Laburaba en la siberia, un sector grande y vacío del galpón, donde se hace la parte eléctrica de los motores. Las puertas de los dos costados están siempre abiertas. Los que han trabajado allá dicen que lo peor es oír todo el día el ruido del viento. A la siberia los trompas lo mandan a uno cuando quieren aislarlo de los demás. Por picapleitos, o porque jode mucho con el sindicato.

Todavía siento el olor del cuartito, repleto de tipos que nos miraban, con las paredes sucias de grasa y hollín. Uno podía ponerse a escarbar con el dedo y no paraba más de sacar mugre. No tenía fondo. La salamandra bramaba llena de estopa embebida en gasoil. Las llamas salían por la puertita como lenguas y lamían el techo.

El humo y el eco de los gritos apostando se enroscaban alrededor de la única bombita que colgaba en el medio.

Miré a la cabra enfrente de mí. Recuerdo que pensé por qué no estaré jugando a la baraja, rateándome como de costumbre de mi turno de guardia, con un mate y bizcochitos.

Nos alcanzaron las botellas de tinto y empezamos a chupar. Mientras inclinaba la mía y escuchaba el ruido que hacíamos al tragar, iba reconociendo sin querer a los presentes. El pescado fue al primero que vi, con su máscara de piel de pato; la rata, a su lado sonreía y hacía movimientos rápidos y bruscos buscando más apostadores; el carancho, mirando a todos de perfil. La espiroqueta, con su cara de guacho, dañino como él solo: le habían puesto así en honor al bichito de la sífilis. Rinoceronte, siempre serio, como si no se hubiera enterado de que en el mundo en algún momento se había inventado la risa, clavándome los ojitos metálicos que se perdían en su cabezota.

Antes de acabar el litro yo estaba bastante mareado. Me fijé en la cabra: como si tal cosa.

Entre las sombras distinguí a otros conocidos que chiflaban y puteaban. La jirafa, encorvado, con el pucho colgando, apenas apretado en los labios; piraña, la grulla, el chelco, siempre roñoso; creo que estaban casi todos los compañeros. Yo me sentía tan aturdido por el griterío y el alcohol que ya no sé si me alentaban o insultaban para que perdiera.

A la mina la habían sentado en un banquito y allí permanecía quietita, obediente, sin enterarse del despelote que había alrededor. Me pregunté si valía la pena hacerme humillar por ella, total tanto le daba estar cagada de frío bajo la ducha, bajo el puente la noria, o tirada en el arenero con treinta tipos que la fifaran uno tras otro. Pero qué se le va a hacer, ya estaba en el baile, había que bailar.

Nos sacamos los pantalones y los calzoncillos. En cada uno de los rincones había una lata con grasa verde. Comenzamos a untarnos con ella las piernas y las nalgas.

Cuando sonó la campana fuimos los dos al centro del cuarto. Llovía sobre nosotros toda clase de basura. La pelea era a tres rounds, ganaba el primero que se la apoyaba al otro por un mínimo de diez segundos.

Girábamos sin cesar. Pegué un par de manotazos a las piernas de la cabra, pero no pude agarrarlo. En un descuido, me barrió con el empeine y caí sentado. Las risotadas de mis compañeros me quemaron la cara como llamaradas y me puse de pie en seguida, pero resbalé con la grasa que yo mismo había dejado en el piso y volví a caer, esta vez, panza abajo. La cabra no perdió un instante y se me subió encima. Corcovié a lo loco y me deshice de él; salió patinando hasta que chocó contra el rinoceronte. Está bien que yo tenía un lindo pedo, pero me pareció que había algo raro en los movimientos de la cabra: yo lo había visto en varias roñas y cuando se agarraba atrás, no había quién se lo sacara de encima.

Tocaron la campana y volvimos a los rincones. Me miré las rodillas, en alguna de las caídas me había hecho dos tremendas peladuras contra el piso de durmientes y sangraba que daba gusto. Tomamos otro litro de vino.

Cuando salí al segundo round, no la veía ni cuadrada. Las carcajadas, los gritos, los puchos volaban sobre nosotros, todos esos cosos agitando los brazos se habían convertido en algo sólido, como una piedra dentro de mi cabeza.

Me fui contra el pescado, entre varios me empujaron de nuevo al ring. La cabra me hacía gestos para que lo atacara. Me le tiré encima y lo abracé con fuerza. Él me apretó el zapallo con sus manos. Escuché que me decía:

-tranquilo. Ahora me voy a resbalar y vos me montás. ¿capito?

Entonces, ante la sorpresa de todos, la cabra se dejó caer. Torpemente me trepé y busqué sus nalgas.

Miré a la mina que esperaba sentada en su banquito y pensé que era una santa, como había dicho la tortuga. Lo pensé durante cada uno de aquellos reputos diez segundos.

 

 

FIN

 


COSAS QUE LOS PAPÁS NO SABEN .- Jorge Accame

 


La tarde está soleada y llena de pilpintos.

Los pilpintos son mariposas blancas que arrastra el viento en los meses de calor.

Belén va con sus papás por el camino del monte. Los acompañan dos perros grandes, Lumpi y Reina.

Cuando llegan a los corrales vacíos, los papás meten dentro a Belén y le dicen que los espere porque ellos deben ir a buscar a las vacas que andan sueltas.

Todas las tardes, los papás la dejan sola durante un rato.

Como cualquier papá, los papás de Belén saben muchas cosas. Saben, por ejemplo, que los dos perros la cuidan y que además las nenas chiquitas no se salen de los corrales de piedra.

Pero también hay muchas cosas que no saben. No saben, por ejemplo, que Belén ha crecido en los últimos días y que trepa mejor que la semana pasada.

Con el dedo en la boca la nena ve cómo sus padres suben por la senda y desaparecen en una curva.

Espera un rato, escala las piedras del cerco y pasa al otro lado.

Los perros la contemplan preocupados. Nunca hasta ahora había sucedido que la nena se escapara del corral.

Belén se sienta al pie de un ceibo y Lumpi y Reina se echan junto a ella.

Belén tiene dos años y es bastante redonda; cuando quiere alcanzar a Reina para tirarle del pelo, rueda y cae boca arriba sobre el pasto. La perra estira el cogote hasta ella y le pasa la lengua por la cara. La lengua de Reina es enorme.

Las flores del ceibo llueven sobre el campo. Belén recoge una y la mira. Es roja, con forma de pájaro. Lumpi se levanta y viene a olfatearla. Quiere asegurarse de que la nena no juegue con nada peligroso.

Belén le arroja la flor por la cabeza, le agarra el cuero del lomo y lo sacude. Lumpi da un grito de dolor, pero permanece quieto, para que la nena no se caiga. Belén se cansa de sacudirlo y lo suelta.

Una ráfaga de pilpintos pasa delante de sus ojos y la nena la persigue, pero las mariposas se elevan titilando sobre los árboles.

Belén muestra a Lumpi los pilpintos que se le escapan. El perro bosteza

y vuelve a echarse.

Belén recoge una hoja y trata de meterla en la boca de Lumpi. El perro no quiere y aprieta los dientes. La nena le retuerce los labios hasta que el perro afloja y ella logra meterle la hoja

y algunos pastitos.

Lumpi escupe y estornuda y sacude su gran cabeza. Belén ríe y se sacude como Lumpi.

Reina los mira pacientemente.

Pero Belén ha descubierto algo más interesante a pocos pasos de allí.

Con la lengua afuera, Lumpi observa que la nena se dirige a un árbol viejo

y seco que tiene un agujero. Del agujero sale un zumbido fuerte y miles de puntos negros vuelan alrededor, como si el aire estuviera hirviendo. El perro mira a su compañera y le avisa que esta vez le toca a ella cuidar a Belén.

Reina se pone de pie y corre a colocarse entre la nena y el árbol. Sabe que los puntos que agitan el aire son abejas

y que a las abejas no les gusta que nadie se meta en su colmena.

Como Reina no la deja avanzar, Belén se agacha. Pasa por entre las patas de la perra y sigue su camino hacia las abejas. La perra la rodea y vuelve a cortarle el paso.

Las abejas ya han notado que alguien se acerca y se están poniendo nerviosas. Dos de ellas vienen a investigar. Empiezan a revolotear alrededor de Reina y de Belén. A la nena le divierten mucho y las quiere atrapar.

Vienen cinco o seis abejas más. Se quedan en el aire, arriba de Belén y de Reina.

Las están vigilando.

Belén pasa otra vez por debajo de Reina y corre al agujero del árbol.

Lumpi piensa que Reina necesita ayuda.

Se levanta y va hacia la nena. Abre la boca y con los dientes le engancha los tiradores del enterito y la alza en el aire.

Belén está colgando de la boca de Lumpi.

Pero las abejas se han cansado de los visitantes. Dos pican a Reina en el hocico. Tres pican a Lumpi en la cola. Reina escapa aullando por un barranco.

Lumpi no puede aullar porque está sujetando a la nena. No puede salir corriendo porque Belén podría golpearse. Así que Lumpi se aguanta el dolor. Dos lágrimas le asoman a los ojos, pero tampoco puede llorar tranquilo, porque a otra de las abejas se le ha ocurrido lanzarse como una piedra de honda hacia la nena. Apenas tiene tiempo para girar sobre sí mismo y hacer que la abeja lo pique a él. Otra vez en la cola.

Lumpi suspira. Con tranquilidad, como un caballero, se aleja de la colmena, trotando, hasta que encuentra un lugar seguro. Apoya a Belén sobre el pasto.

Se mira la cola hinchada y ahora sí, aúlla con todas sus fuerzas y se revuelca en unos charcos de agua estancada que le calman el ardor de los pinchazos.

Reina aparece entre unos yuyos.

Tiene el hocico deformado, pero igual le da unos lengüetazos a su compañero para consolarlo. Se quedan allí los dos lamiéndose hasta que se olvidan de las abejas.

Pero Belén no está cansada y corre rebotando atrás de otra nube de pilpintos.

De pronto la nena se detiene.

Algo ha llamado su atención. Es un animal largo y flaco que se desliza en el pasto. Un animal brillante, de movimientos lentos y hermosos, que dan ganas de tocar.

Cuando ve que la nena se acerca, el animal levanta su cola y la hace cantar como un sonajero.

Lumpi y Reina escuchan el ruido, se miran y se lanzan hacia allá. Conocen al animal: es una víbora de cascabel.

Han visto morir a muchos perros por su veneno.

Lumpi empuja a Belén y la hace caer sentada. Reina enfrenta a la serpiente mostrándole los dientes. La cascabel se estira como un látigo hacia Reina. La perra logra escapar echándose para atrás y la víbora cierra su boca en el aire.

Lumpi engancha a Belén por los tiradores y la lleva colgando a otra parte.

Reina se reúne con su compañero. La víbora sigue viaje hacia los cerros. Belén cuelga de la boca de Lumpi.

Reina se aproxima para que la nena le agarre las orejas.

Parece difícil encontrar un lugar tranquilo.

Llegan a un arroyito fresco y limpio. Lumpi deja a Belén.

Todos tienen sed. Los tres beben en cuatro patas hundiendo la boca en el

arroyo. Tragan el agua haciendo ruido. De vez en cuando se detienen y observan

a sus costados. Después siguen bebiendo.

Pero Belén pierde el equilibrio y cae de cabeza al arroyo. En seguida se levanta y se pone a llorar. La luz se mete dentro de las gotas de agua que han quedado en sus pestañas y el reflejo no la deja ver bien.

Se sienta entre las piedras y estira los brazos para que la saquen de allí.

Lumpi se mete al agua. Espera a que la nena se trepe sobre su lomo y sale.

Empieza a soplar el viento. Las enredaderas y las hojas de los árboles se hamacan en el aire.

Belén cabalga sobre Lumpi, que lentamente camina hacia los corrales porque está anocheciendo.

Reina los sigue un poco más atrás.

Barranca abajo, se siente el olor de un chancho del monte. Un olor grasiento y riquísimo que hace fruncir los hocicos de Lumpi y de Reina. Los perros piensan que sería divertido ir a perseguir al chancho del monte. Pero hay que cuidar a la nena. Pronto llegarán el hombre y la mujer a recogerlos para volver a casa.

Ahora Belén está cansada y tiene hambre. Llama a su mamá, pero su mamá se halla monte adentro, buscando a las vacas.

Por suerte, Reina ha tenido cachorros hace poco y todavía le queda leche.

Belén se acomoda entre las patas de la perra y empieza a tomar. No es la primera vez que lo hace. Sin querer le muerde la teta a Reina. Reina aúlla, pero permanece echada hasta que la nena se duerme.

Entonces ella también se duerme.

Lumpi las mira. Por fin todo está tranquilo.

A un costado, entre los árboles, el perro escucha un rumor como el que hacen las llamas de una fogata. Son los aleteos de unas palomas acomodándose en las ramas para descansar.

Escucha algo más. Son ruidos grandes, de vacas que atropellan plantas. Atrás vienen dos ruidos más chicos; son los padres de la nena. Están muy lejos todavía.

Una persona no podría escucharlos,              pero él sí porque es un perro. Lumpi

está por pegar un ladrido de alegría, pero se aguanta porque podría despertar a Reina y a Belén. Se echa en el piso, con las orejas atentas, a esperar que sus dueños lleguen.

 

FIN